domingo, 2 de agosto de 2009

RECORDATORIOS MOLESTOS

El ambiente político, y cívico en consecuencia, que se vive en torno a las afirmaciones de la memoria histórica y a su ejercicio por parte de los vencidos en la Guerra Civil y de los herederos de los asesinados a consecuencia de esta, justifican el vandalismo contra las placas que recuerdan fusilamientos, muertes por causa de las condiciones de vida que se vivían en las prisiones franquistas o en los Batallones de Trabajadores, desapariciones, y deportaciones.
De haber un clima de verdadero consenso respecto a la ley de Memoria Histórica y a su ejercicio, de tolerancia, sentido de la justicia y respeto mutuo, no se habría roto una placa como la del cementerio de Artica, en recuerdo de los muertos de la fuga del fuerte de San Cristóbal/Ezkaba, ni hace un par de meses se habría estropeado el monumento levantado en Artesiaga en homenaje a los llamados “esclavos del franquismo”, soldados del Ejército republicano obligados a construir obras públicas (de intención militar entonces) en los Batallones de Trabajadores, de los que, por cierto, “desertaban” a más y mejor, internándose en Francia, de donde los gendarmes los devolvían, a no ser que aceptaran alistarse en “los parachutistas”.
Está claro que no solo los autores de la fechorías ven esos recordatorios como un agravio intolerable, sino que una parte significativa de la sociedad los ve de igual modo. El silencio político, o el murmullo a regañadientes, de la derecha (¿solo de la derecha?) ante esos hechos lo dice todo. No les gustan, ni los actos, ni las placas, ni los monumentos, y se encojen de hombros cuando se destruyen o dañan, con una clara intencionalidad política, no por mero vandalismo. En toda esta historia nada es casual ni aséptico, ni puede serlo. Recordar a un asesinado por sus ideas políticas no puede hacerse con independencia de estas. Sería un sarcasmo, anden de por medio “diferentes sensibilidades” o, como dicen en el Ulster, “diferentes tradiciones”. Y quien rompe una placa en recuerdo de un muerto, lo que te quiere decir, y te lo dice, es que si pudiera, si tuviera ocasión, te rompería la crisma porque ganas no le faltan. Barbarie esta que hay que minimizar y catalogar en el apartado “residual”, “marginal”. Porque no lo son, como tampoco lo son las agresiones que sufren monumentos como el de Juan María Jaúregui, entre otros que recuerdan a las víctimas de ETA. La dialéctica es la calidad de los muertos: los míos son mejores que los tuyos.
Tampoco son asépticas, casuales o técnicas, las destrucciones, tan oficiales como ilegales, perpetradas en el Fuerte de San Cristóbal, para impedir que se pueda reconstituir y recordar de manera veraz lo que allí sucedió y no para no herir, una vez más, sensibilidades; en este caso las de los carceleros, ya que las de los encarcelados y sus herederos no importan o importan poco, porque se les pretende imponer cómo deben ser recordados y cómo no.
Firme quien firme las agresiones, ya sea con un casposo “Viva Cristo Rey”, hecho emblema de violencia sectaria, con un Víctor franquista o con nombres de grupos políticos inexistentes, a setenta y tres años vista del comienzo del comienzo del Escarmiento –“tal día como hoy”, según la retórica-, una parte importante de la sociedad, la que se expresa con la “sensibilidad” o la “tradición” del “es mejor no remover”, que equivale a un “no me remuevas”, piensa que los muertos están bien muertos allí donde estén enterrados, que la historia está suficientemente escrita, por historiadores altamente competentes, independientes siempre, ecuánimes cómo no, y que “no conviene abrir viejas heridas”, como si los perjudicados fueran los verdugos y no sus víctimas, y el dolor del recuerdo a defender sea el de los herederos de los asesinos y no el de las familias de los asesinados cuya presencia al lado de las fosas comunes que se abren cada día se reprocha como algo indeseable.
Al que no hablen las viudas, les sigue que no hagan acto de presencia los supervivientes o herederos de las víctimas.
Eso no es de extrañar si la mayoría de quienes sostienen el famoso “mejor no remover” son herederos políticos del franquismo y sus proyectos políticos diseñan una sociedad autoritaria. Para estos, los muertos del fuerte de San Cristóbal/Ezkaba, como tantos otros, estaban bien muertos y no molestaban a nadie, hasta que los desenterraron. Eso empezó a estropear mucho el paisaje. Exhumadores benévolos y enterrados componen una santa Compaña que molesta a la vista. Hay lugares donde está mal visto acordarse de los vencidos, del motivo por el que fueron vencidos, como lo está acordarse de quienes fueron asesinados por defender ideas democráticas, como Juan María Jáuregui, entre muchos otros. Mis muertos son mejores que los tuyos, también aquí.
Esto me ha recordado un episodio que relata José de Arteche en un buen libro, Un vasco en la posguerra. Diario 1939-1971. Es una anotación del verano de 1967, en San Sebastián.
Su interlocutor, el escritor navarro José María Iribarren, le dice a Arteche: “¡Dios mío! ¡Tener que morirse sin ver publicados los libros que uno tiene escritos...!”.
Arteche le contesta que él espera vivir lo suficiente como para ver publicados los suyos; pero Iribarren le replica con algo tremendo: “Tu caso es distinto. En el caso mío, viven todavía y vivirán los hijos y los nietos y parientes de muchos acerca de quienes tengo necesidad de decir toda la verdad. Y adoran su recuerdo. Los consideran como dioses”.
Ha pasado el tiempo, cierto, pero siguen viviendo supervivientes de la guerra y de la retaguardia sin enfrentamiento armado que, por ejemplo, a día de hoy no admiten otra jerarquía política que la de Cristo Rey.
Viven los hijos de los alzados, los nietos, los parientes, los deudos, los amigos y hasta los cuadrilleros vinosos de todos ellos, que, en efecto, tenía razón Iribarren, los consideran como dioses, intocables, dignos de una honras fúnebres excluyentes y perennes. Mientras haya ciudadanos que no es que tengan sacralizada la historia de la Guerra Civil, sino que ni siquiera sean capaces de poner, de manera remota, en tela de juicio la justificación de esta y de la represión, instruida y pensada con frialdad, de la retaguardia que le siguió, seguirán rompiéndose placas, cruces, recordatorios, en defecto de crismas, porque sus autores se sienten legitimados a ello, con ley de Memoria Histórica de por medio o sin ella, en la medida en que pertenecen a un grupo social que respeta las leyes solo si estas les convienen.

Artículo publicado en Diario de Noticias de Navarra, Gipuzkoa y Álava, el 19.7.2009

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