domingo, 8 de abril de 2012

A POR LAS QUINIENTAS MIL

No sé si el juez Baltasar Garzón va a conseguir las 500.000 firmas que se necesitan para que el Congreso active una Comisión de la Verdad, y de la justicia, que se ocupe de fijar todo aquello que el Tribunal Supremo se niega a que se investigue de manera oficial: el régimen de la dictadura franquista y los crímenes cometidos a su amparo desde su comienzo. Ni siquiera sé dónde se recogen esas firmas. Aparentemente no son muchas, si tenemos en cuenta el objetivo que se pretende. Pero me temo que desde ahora mismo esa legítima iniciativa va a contar con la oposición de una parte importante de la sociedad española, heredera o no de los vencedores de la Guerra Civil, pero que ya no quiere oír hablar ni de ella ni de sus atroces consecuencias, minimizadas o silenciadas un día sí y otro también. Una oposición y una desautorización sostenida por intelectuales prestigiosos en sus respectivos cotarros y representada políticamente por el partido en el gobierno y sus socios regionales. La Guerra Civil, lo que se ha dado en llamar “fosas del franquismo”, sus consecuencias son ya un asunto político, ineludible, vivo y por desgracia, crispado, motivo de oposición cerrada más que de acuerdo. No hay acuerdo y esto demasiado notorio como para pasarlo por encima.
La negativa de la alcaldesa de Villafranca de Navarra, lugar de nacimiento de la política socialista republicana Julia Álvarez Resano, a dedicarle a esta notable mujer una calle en la localidad, se inscribe en esa actitud contraria por principio a cualquier reconocimiento de lo sucedido hace más de setenta años que si no fueron ayer, al menos lo parecen por la pasión con la que quien más quien menos vive aquellos hechos y sus consecuencias. Lo sucedido con la placa o monolito que recuerda el lugar de los fusilamientos de la Vuelta del Castillo de Pamplona o con la plaza dedicada al conde de Rodezno, lo mismo. Estos dos últimos ejemplos entran en el terreno de la burla.
Por lo que respecta a las fosas de Espinosa de los Monteros, pueblo de raigambre caciquil, abiertas esta semana, resulta de verdad ilustrativo que el Tribunal Superior de Castilla-León se ponga a disposición de los familiares de los asesinados y enterrados en ese lugar, pero solo después de que se organizara el escándalo mediático, no antes, con un argumento que si bien se mira hace burla de la inteligencia de la ciudadanía. El alto tribunal asegura que ningún juez acudió a las fosas de Espinosa de los Monteros porque no entendieron que los familiares pidieran auxilio o apoyo institucional. Si no era para recabar ese apoyo, ¿para qué acudieron? ¿Por capricho o porque la misma nefasta sentencia del Tribunal Supremo que niega la investigación judicial de los hechos entre una justificación del franquismo, reducido a “hecho poliédrico”, establece que son precisamente esos jueces que no acudieron en su momento los competentes en el asunto de la apertura de las fosas? Resulta muy ilustrativo de lo que viene sucediendo. De no haber habido eco mediático y de no haber resultado este impactante, silencio y puerta trasera. Una sentencia, la del Supremo, en la que restallan conceptos que implican una rara perversidad moral y una antijuricidad manifiesta, como es el de negar al espacio de la justicia el conocimiento de la verdad de los hechos criminales cometidos en el territorio o ámbito de su competencia. Siendo así, eso mismo desautorizaría la actividad de todo y cada uno de los tribunales que se han ocupado de crímenes de guerra o de crímenes contra la humanidad desde el fin de la Segunda Guerra Mundial en todos los países que han padecido regímenes criminales. ¿por qué unos sí y otros no? Tiene razón el juez Garzón: esto es muy difícil de explicar fuera de nuestras fronteras.
Se mire por donde se mire, en España ha faltado una actitud de verdad activa frente al enjuiciamiento del régimen franquista, tanto cuando vivían sus protagonistas y responsables de los crímenes cometidos, como después, cuando, es cierto, el tiempo se ha encargado de que no se pueda interrogar a la inmensa mayoría. Ha habido manifiesta renuencia a condenarlo, a examinarlo, a juzgarlo. La célebre y ya muy devaluada Transición ha sido una excusa. La pasividad institucional más que colaborar al olvido, lo que ha hecho es ahondar en la brecha social y al cabo prestar cobertura oficial a lo sucedido entonces, convirtiéndolo en un pugna política del presente que no tiene traza de aplacarse, al revés, viva o sorda, la virulencia es palpable. Para Garzón esa actitud sistemática, cifrada en la conjunción de silencio y olvido, equivale a impunidad. No es ya negarse a juzgar, sino a examinar siquiera los hechos y ampararse de paso en relativizarlos y en hacer que cunda una cómoda indiferencia, como si fuera materia de historiadores o de narradores, y solo de ellos.
El texto del juez Garzón habla de algo de lo que venimos hablando desde hace años: de la instauración y afianzamiento de gobiernos cada vez más autoritarios que marcan el tono de una sociedad en la que los corruptos hacen ley y sirven de modelo social, y de paso de un adormecimiento social que, a juzgar por lo sucedido con la huela general del 29M, no es ya tan profundo y uniforme como lo pudo ser hace unos años. La crisis le está pasando factura al sistema político y económico representado por el partido en el gobierno, y los que pagan las consecuencias toman de nuevo la calle, aunque el precio que haya que pagar sea alto: las penas abusivas por las protestas callejeras están al caer.
A juzgar por el contenido de su llamamiento a la sociedad española para que secunde esa petición de una Comisión de la Verdad, Garzón parece sentirse llamado a despertar a la adormecida sociedad española. Ese es mal papel y en el fondo poco simpático. Veremos. Y veremos (con verdadera esperanza) si se logran estampar las quinientas mil firmas necesarias para crear una comisión de la Verdad que de paso que examina el pasado lo haga con un presente envenenado.