miércoles, 19 de agosto de 2009

EL TIEMPO SE ACABA

ESTOS días pasados, dos de los forenses extranjeros que participan en la apertura de fosas comunes y rescate de restos de asesinados en la retaguardia al tiempo de la Guerra Civil Española, han declarado que se está acabando el tiempo. Se referían a que van desapareciendo los testigos directos de aquellas fechorías y a que cuando quedan no son, en muchos casos, fiables, porque eran muy niños cuando vieron, de cerca o de lejos, los crímenes y las brutales inhumaciones, en las que los asesinos no se ahorraron vilezas, como la de enterrar a una mujer emparedada entre dos hombre para que le dieran (Ribera de Navarra). A carcajadas.
Desaparecen los testigos directos y también los indirectos. Los lugares donde se encuentran las fosas tampoco son fiables. Las roturaciones de las concentraciones parcelarias, las talas y las obras públicas han desfigurado muchos paisajes. Me parece que quien dijo que sabía dónde podían estar los restos del general Miguel Núñez de Prado, encerrado en la cárcel de Estella y asesinado por orden directa de Mola, chocó con las obras de la autovía Pamplona-Logroño.
Muchos testimonios son de personas que escucharon el relato de lo sucedido a los hijos de los fusilados o de los desaparecidos. La gente de los pueblos ha vivido setenta años con la vista baja –estudiada humillación de detenido-, se han transmitido el relato de aquellos hechos en familia, y no siempre, con miedo a hablar, a que se supiera, a señalar a los asesinos y a quienes han heredado su memoria llevada a los altares civiles y políticos, intocables, absueltos por el tiempo, tanto que ni siquiera se sabrán sus nombres. Todos los trabajos que se hacen sobre lo sucedido omiten, por lo general, los nombres de los autores materiales de los crímenes: eran gente del pueblo o de la zona, muy conocida. Sus descendientes también viven y a falta de documentos probatorios o testimoniales directos, la ley les protege. Corren tiempo en que difamar es gritar “¡Al ladrón!” a espaldas de quien te ha robado la cartera.
El de la retaguardia de la Guerra Civil española, en lugares como Navarra y Álava, o en Guipúzcoa recién conquistada, es un caso de manipulación histórica de antología.
A la mayoría de los políticos de la derecha les molesta la insistencia de asociaciones en pro de la memoria histórica o de colectivos de los pueblos donde sucedieron los hechos y sostienen, con manifiesta desvergüenza, que los asuntos concretos y no concretos de la memoria histórica conciernen no a los voluntarios o a los familiares de las víctimas, sino a los historiadores. Pero los historiadores que se ocupan de estos asuntos, también les molestan, no son fiables, ni para los políticos ni para quienes les hacen el juego desde un periodismo de palanganeo. Todo en la memoria histórica es molestia salvo para los interesados, esto es, salvo para los herederos de los asesinados que hay que ver cómo reaccionan cuando encuentran los restos de sus familiares.
Hace un par de año, en un reportaje que ofreció EITB sobre la apertura de una fosa en un pueblo navarro, aparecía la declaración de un anciano, testigo de los hechos, que lloroso dijo de manera escueta: “Macagüen, qué tiempos aquellos”. De buena se había librado, de buena nos habíamos librado los espectadores, que eso éramos o eso somos muchos.
Estoy seguro de que para quienes ven la Ley de Memoria Histórica y el apoyo social que propició su dictado, ese acabarse el tiempo del que hablan los forenses es un alivio. También estos días he tenido delante una fotografía tomada en 1978 y publicada en este periódico. Es de la apertura de una fosa común en un pueblo navarro. Entonces se empezaron, contra viento y marea, a abrir fosas, las de Monreal, por ejemplo. Era un tiempo borrascoso, en plena Transición, y con más autoritarismo policial y judicial de por medio. Quienes gobernaban, en todos los ámbitos, eran herederos del franquismo. Había que tener un coraje muy especial para ponerse a abrir fosas en aquellos años sin Ley de Memoria Histórica de por medio, cuando era más que probable que muchos de los asesinos de la retaguardia estuvieran todavía vivos.
En la fotografía a la que me refiero se ve, en primer plano a la izquierda, a un hombre mayor con la boina en el cogote, cabizbajo y a su lado un capacho con restos. por la edad fue estricto coetáneo de los hechos. Los vecinos y familiares de las víctimas rodean los restos. La expresión de algunos rostros es muy severa, otros están cabizbajos, ensimismados, viendo los restos de aquella gente que fue amontonada después de ser asesinada. Los más jóvenes tendrían la edad que yo tenía entonces, los mayores serán unos ancianos hoy y otros habrán sin duda fallecido. esa fotografía lo dice todo respecto a como el tiempo se acaba.
Llevar a la práctica la previsto en la Ley de Memoria Histórica está siendo una cuestión ardua. Quienes emprenden las labores de rescate de restos no siempre cuentan con facilidades oficiales, al revés, chocan con maniobras dilatorias, imponderables, cerrazones, triquiñuelas. Abundan los testimonios de impedimentos legales o puramente arbitrarios de uniformados y de no uniformados, para quienes esa ley es papel mojado porque cuentan con que el tiempo está de su parte, sigue estando de su parte. Cuanto más pase mejor para ellos y mejor para todos. Es cosa del pasado. No conviene remover.
Lo sucedido entonces no es cosa del pasado. Si lo fuera no levantaría las ampollas que levanta, ni encendería los enconos que enciende. Que es una cuestión candente lo prueban las declaraciones de los políticos y la negativa cerril y fraudulenta de algunos de ellos, como la alcaldesa de Pamplona, a dar estricto cumplimiento a lo preceptuado en la Ley de Memoria Histórica, y las enconadas discusiones que se pueden encontrar en los foros de Internet, más bien trincheras muchos de ellos, a favor o en contra del ejercicio de la memoria histórica en la apertura de fosas comunes, con mi verdad contra la tuya, y sobre todo encima.

domingo, 2 de agosto de 2009

RECORDATORIOS MOLESTOS

El ambiente político, y cívico en consecuencia, que se vive en torno a las afirmaciones de la memoria histórica y a su ejercicio por parte de los vencidos en la Guerra Civil y de los herederos de los asesinados a consecuencia de esta, justifican el vandalismo contra las placas que recuerdan fusilamientos, muertes por causa de las condiciones de vida que se vivían en las prisiones franquistas o en los Batallones de Trabajadores, desapariciones, y deportaciones.
De haber un clima de verdadero consenso respecto a la ley de Memoria Histórica y a su ejercicio, de tolerancia, sentido de la justicia y respeto mutuo, no se habría roto una placa como la del cementerio de Artica, en recuerdo de los muertos de la fuga del fuerte de San Cristóbal/Ezkaba, ni hace un par de meses se habría estropeado el monumento levantado en Artesiaga en homenaje a los llamados “esclavos del franquismo”, soldados del Ejército republicano obligados a construir obras públicas (de intención militar entonces) en los Batallones de Trabajadores, de los que, por cierto, “desertaban” a más y mejor, internándose en Francia, de donde los gendarmes los devolvían, a no ser que aceptaran alistarse en “los parachutistas”.
Está claro que no solo los autores de la fechorías ven esos recordatorios como un agravio intolerable, sino que una parte significativa de la sociedad los ve de igual modo. El silencio político, o el murmullo a regañadientes, de la derecha (¿solo de la derecha?) ante esos hechos lo dice todo. No les gustan, ni los actos, ni las placas, ni los monumentos, y se encojen de hombros cuando se destruyen o dañan, con una clara intencionalidad política, no por mero vandalismo. En toda esta historia nada es casual ni aséptico, ni puede serlo. Recordar a un asesinado por sus ideas políticas no puede hacerse con independencia de estas. Sería un sarcasmo, anden de por medio “diferentes sensibilidades” o, como dicen en el Ulster, “diferentes tradiciones”. Y quien rompe una placa en recuerdo de un muerto, lo que te quiere decir, y te lo dice, es que si pudiera, si tuviera ocasión, te rompería la crisma porque ganas no le faltan. Barbarie esta que hay que minimizar y catalogar en el apartado “residual”, “marginal”. Porque no lo son, como tampoco lo son las agresiones que sufren monumentos como el de Juan María Jaúregui, entre otros que recuerdan a las víctimas de ETA. La dialéctica es la calidad de los muertos: los míos son mejores que los tuyos.
Tampoco son asépticas, casuales o técnicas, las destrucciones, tan oficiales como ilegales, perpetradas en el Fuerte de San Cristóbal, para impedir que se pueda reconstituir y recordar de manera veraz lo que allí sucedió y no para no herir, una vez más, sensibilidades; en este caso las de los carceleros, ya que las de los encarcelados y sus herederos no importan o importan poco, porque se les pretende imponer cómo deben ser recordados y cómo no.
Firme quien firme las agresiones, ya sea con un casposo “Viva Cristo Rey”, hecho emblema de violencia sectaria, con un Víctor franquista o con nombres de grupos políticos inexistentes, a setenta y tres años vista del comienzo del comienzo del Escarmiento –“tal día como hoy”, según la retórica-, una parte importante de la sociedad, la que se expresa con la “sensibilidad” o la “tradición” del “es mejor no remover”, que equivale a un “no me remuevas”, piensa que los muertos están bien muertos allí donde estén enterrados, que la historia está suficientemente escrita, por historiadores altamente competentes, independientes siempre, ecuánimes cómo no, y que “no conviene abrir viejas heridas”, como si los perjudicados fueran los verdugos y no sus víctimas, y el dolor del recuerdo a defender sea el de los herederos de los asesinos y no el de las familias de los asesinados cuya presencia al lado de las fosas comunes que se abren cada día se reprocha como algo indeseable.
Al que no hablen las viudas, les sigue que no hagan acto de presencia los supervivientes o herederos de las víctimas.
Eso no es de extrañar si la mayoría de quienes sostienen el famoso “mejor no remover” son herederos políticos del franquismo y sus proyectos políticos diseñan una sociedad autoritaria. Para estos, los muertos del fuerte de San Cristóbal/Ezkaba, como tantos otros, estaban bien muertos y no molestaban a nadie, hasta que los desenterraron. Eso empezó a estropear mucho el paisaje. Exhumadores benévolos y enterrados componen una santa Compaña que molesta a la vista. Hay lugares donde está mal visto acordarse de los vencidos, del motivo por el que fueron vencidos, como lo está acordarse de quienes fueron asesinados por defender ideas democráticas, como Juan María Jáuregui, entre muchos otros. Mis muertos son mejores que los tuyos, también aquí.
Esto me ha recordado un episodio que relata José de Arteche en un buen libro, Un vasco en la posguerra. Diario 1939-1971. Es una anotación del verano de 1967, en San Sebastián.
Su interlocutor, el escritor navarro José María Iribarren, le dice a Arteche: “¡Dios mío! ¡Tener que morirse sin ver publicados los libros que uno tiene escritos...!”.
Arteche le contesta que él espera vivir lo suficiente como para ver publicados los suyos; pero Iribarren le replica con algo tremendo: “Tu caso es distinto. En el caso mío, viven todavía y vivirán los hijos y los nietos y parientes de muchos acerca de quienes tengo necesidad de decir toda la verdad. Y adoran su recuerdo. Los consideran como dioses”.
Ha pasado el tiempo, cierto, pero siguen viviendo supervivientes de la guerra y de la retaguardia sin enfrentamiento armado que, por ejemplo, a día de hoy no admiten otra jerarquía política que la de Cristo Rey.
Viven los hijos de los alzados, los nietos, los parientes, los deudos, los amigos y hasta los cuadrilleros vinosos de todos ellos, que, en efecto, tenía razón Iribarren, los consideran como dioses, intocables, dignos de una honras fúnebres excluyentes y perennes. Mientras haya ciudadanos que no es que tengan sacralizada la historia de la Guerra Civil, sino que ni siquiera sean capaces de poner, de manera remota, en tela de juicio la justificación de esta y de la represión, instruida y pensada con frialdad, de la retaguardia que le siguió, seguirán rompiéndose placas, cruces, recordatorios, en defecto de crismas, porque sus autores se sienten legitimados a ello, con ley de Memoria Histórica de por medio o sin ella, en la medida en que pertenecen a un grupo social que respeta las leyes solo si estas les convienen.

Artículo publicado en Diario de Noticias de Navarra, Gipuzkoa y Álava, el 19.7.2009